A veces en mi ciudad hay un murmullo colectivo...estrellado. Se esparce entre todas esas baldosas mal arregladas, entre esos cafés con gente educada que leen el diario sobre los lentes, que piden un cortado, otros que esperan al abogado y los que conversan con el amigo de hace años, todos bien vestiditos, muchos con maletín de médico. Se esparce entre las zapatillas adolescentes que golpean con furia y rapidísima rapidez el cemento molido, entre aquellas rastas, ojos rojos, caras blancas, labios con aros, esmaltes encendidos y piernas largas, entre el máximo esplendor de la vida joven y la mayor quietud del sabio anciano, entre el universitario y el cartonero, entre el barrendero y el escolar, entre el altavoz y el audífono, entre el auto y la micro...
Se revuelve entre cánticos, garabatos, olor a ketchup y fritura, el perfume de una abuelita y el taconeo de la mujer contemporánea. Sueno entera. Suenan mis cuadernos, mi agua, mis llaves, me suena el alma. Camino rapidísimo intentando abarcar toda su historia, su gente, al pueblo. Bajo la mirada ante otra dolida, por respeto a su dolor, pero parezco tonta cuando me miro desde afuera. Me gusta este ambiente, me gustan sus sonidos, sus olores, los matices grises, rojos, anaranjados. Miro el paisaje cotidiano, miro la gente cotidiana, lo cotidiano, que lindo se vuelve cuando quieres calma...Pero esto no es calma específicamente, es una paz mundana, es una sociedad que antes odiada, hoy le amo más que nunca, porque es mi gente y soy como ellos, porque pisan mi suelo, nuestro suelo.
Solía pensar hace unos minutos en irme a estudiar a otro lado. Recordé que hoy estuve como 2 horas en el centro buscando algo y me volvió la imagen de esa magia imperceptible de mis calles, entonces, desistí.